domingo, 6 de octubre de 2013

De martirios y vanidades



Hace cuatro años, mi amigo Eduard Rey, capuchino, me invitó a presentar su libro Testimonis de sàvia ingenuïtat. Els frares caputxins màrtirs a Catalunya en temps de la Guerra Civil, publicado por la Província de Framenors Caputxins de Catalunya i Balears (Barcelona, 2008). La petición me sorprendió y me resistí un poco, pero finalmente acepté. Transcribo a continuación (ligeramente corregidos y aumentados) los ocho puntos de mi intervención, porque la macrobeatificación del próximo domingo les ha dado nueva actualidad.
1. No puede haber muertos de primera y muertos de segunda. Es cierto que la violencia en la retaguardia republicana es obra de incontrolados, mientras que la violencia en la zona nacional es violencia de Estado. Pero la misma noción de incontrolados es discutible, como subraya Eduard Rey: «No fue simplemente obra de incontrolados. [...] En Arenys de Mar, por ejemplo, la vida de los sacerdotes (que todo el mundo sabía dónde estaban escondidos) fue respetada hasta que llegaron órdenes claras desde Barcelona para proceder a su eliminación. En otros casos, como el de fray Martí de Barcelona, hubo una auténtica investigación por parte de los revolucionarios para encontrar su escondite. Y en la muerte de fray Marçal de Vilafranca (un joven de diecinueve años) [...] intervienen varios comités coordinados.» (p. 34-35) En otro lugar subraya también: «No se trataba ya de un golpe de rabia de una multitud exaltada, sino de una revolución con una auténtica persecución sistemática y bien organizada» (p. 27).

2. También se ha dicho, para justificar el establecimiento de unos muertos de primera y unos muertos de segunda, que las víctimas del bando republicano ya fueron honoradas durante cuarenta años, mientras que las otras fueron silenciadas. Es un argumento que he oído reiteradamente en los debates sobre la memoria histórica, y me parece bastante débil e, incluso, mezquino. Quiere hacer buena la ley del péndulo y caer en una memoria selectiva para compensar la memoria también selectiva del franquismo. Ojo por ojo, diente por diente, en su peor versión: antes homenajeabais a estos y silenciabais a aquellos, ahora homenajearemos a aquellos y silenciaremos a estos. Insisto: pura mezquindad. Lo que hace falta es la máxima neutralidad científica a la hora de juzgar la historia. En el fondo, la memoria de las víctimas del bando republicano hecha durante el franquismo era una instrumentalización, de modo que, a pesar de todo, no fueron propiamente honoradas sino simplemente utilizadas. Todas merecen un restablecimiento. Cuando, al final del libro, Eduardo Rey nos dice que, en la pared del convento de Sarriá, ante la estatua de Eloi de Bianya, «los nombres de sus compañeros de martirio, grabados en la piedra delante de él, están medio borrados» ( p. 208), imagino que es porque esas listas de muertos bajo el rótulo de "Caídos por Dios y por España" no eran percibidas por los encargados del mantenimiento de la inscripción como un homenaje sino como una instrumentalización. No necesitamos ninguna reparación basada en el silenciamiento de unos muertos ya suficientemente honorados, porque simplemente han sido instrumentalizados.
3. El libro de Eduard Rey es un libro valiente, porque, sin ceder en ningún momento a la justificación del alzamiento y el franquismo, se enfrenta sin embargo a una presentación de la Guerra Civil como una lucha entre los fieles a la legalidad republicana y unos militares sublevados. Demasiado a menudo se ha explicado la Guerra de esta manera, a mí mismo me la han explicado así, y ya es hora de decir que ofrecer solo este planteamiento es falsear la historia. No eran fieles a legalidad republicana los que se hicieron dueños de Cataluña en 1936. Rey lo dice con rotundidad: «La situación, y esto hay que decirlo claramente, terminó siendo tan ilegal en el bando teóricamente republicano como en el de los sublevados. En la Guerra Civil se acabaron enfrentando dos modelos de dictadura diferentes y los auténticos demócratas, muchos de ellos cristianos convencidos, tuvieron que recibir por los dos lados.» (p. 25)
4. Las nociones de mártir y de santo son problemáticas, y fácilmente nos llevan nuevamente a hacer acepción de personas (un pecado condenado por san Pablo, san Pedro, Santiago y por Jesús mismo, como reporta el Nuevo Testamento): en definitiva, muertos de primera y muertos de segunda. Es cierto que no es lo mismo morir asesinado que morir en la cama. Y no es lo mismo morir asesinado que morir en el frente, luchando. El caso de Enric de Castelló d'Empúries, citado en la p. 200, lo muestra claramente: si murió en combate, esto «no tiene nada que ver con un martirio cristiano», pero si fue rematado por el propio bando al saber que era religioso, entonces sí que habría que considerarlo mártir. Todo esto es rigurosamente cierto: son muertes diferentes. Pero el resultado es que, entonces, prácticamente solo habrá mártires entre los muertos de uno de los bandos, y al beatificarlos y canonizarlos la Iglesia parece que solo se identifique con las víctimas de un bando, y no opera como factor de reconciliación.
5. Por otra parte, la sensibilidad religiosa ha sufrido muchos cambios. Durante la etapa de la cristiandad, los mártires desempeñaban un papel esencial en la piedad popular. Los mártires son los que han tenido una muerte gloriosa, y en consecuencia nos pueden defender en el juicio que se producirá en el momento de nuestra muerte banal. Por ello, en los gozos son invocados como «abogados», como ha explicado detalladamente Dominique de Courcelles en La paraula de l’àngel. Una aproximació plural als goigs (Fragmenta, Barcelona, 2008). Todo ello forma parte, ciertamente, de la historia del lenguaje religioso de la cristiandad (y no debemos renegar de ello), pero no forma parte de nuestro presente. Hoy no invocamos a los mártires para que nos defiendan a la hora de la muerte. Hoy, la muerte no es aquel juicio aterrador. Hoy ya no vemos a Dios como juez ante el que haga falta un abogado (la crítica al uso amenazador de la escenografía judicial ha sido recientemente desarrollada por Daniel Marguerat en Iremos todos al paraíso. El Juicio Final en cuestión, Fragmenta, Barcelona, 2013). Hoy ya no necesitamos a los santos para orar, ni siquiera para tenerlos como modelo. Eduard Rey ha sido muy cuidadoso a la hora de caracterizar cada uno de los frailes de los que habla, a fin de no caer en una banal hagiografía. Así, podemos saber que muchos de ellos tienen problemas psicológicos y una piedad menudo exagerada, que los lleva a la fuga mundi. Un ejemplo es lo que dice a propósito de Vicenç de Besalú: «Tenía sus rarezas. En la oración comunitaria, le gustaba rezar los salmos de una manera exageradamente lenta e intentaba, sin éxito, que los demás se adaptaran a este su estilo. [...] Era muy devoto de la Virgen. En verano, cuando iba a ver a sus parientes en Besalú, subía al santuario del Monte y predicaba. A veces, en estos sermones sobre la Virgen animaba mucho y empezaba a dedicarle cumplidos que hacían sonreír más de uno por su fervor exagerado. [...] Deseaba de todo corazón ser un buen fraile, aunque quizá se lo tomaba un poco demasiado a la tremenda. Muy raramente salía del convento para ir a visitar a amigos y conocidos. Ni siquiera salía los jueves por la tarde, cuando muchos iban de paseo. Y cuando iba a Besalú, no dormía en casa de sus parientes, sino en otra casa, que era donde se acogían los frailes cuando estaban de paso. » (p. 126) Se pueden hacer muchos esfuerzos para situar esto en su época y presentar pese a todo a Vicenç de Besalú como modelo, pero no nos engañemos: la fuga del mundo y el refugio en una espiritualidad mariana exagerada no constituyen ningún modelo a presentar a las nuevas generaciones. No estoy haciendo ningún juicio: no digo que Vicenç de Besalú no fuera santo, no digo que no fuera amado por las personas con quienes trataba, no digo que no hiciera un gran bien a su alrededor. Digo simplemente que no constituye ningún modelo para las nuevas generaciones. Fue objeto, eso sí , de una muerte martirial, y nadie le discutirá que posea la palma del martirio. Mi duda estriba en si esta palma del martirio debe ser objeto de ostentación. Si es necesario hacer bandera de ella, si es necesario beatificar y canonizar a estos mártires.
6. La canonización de los santos era, históricamente, la bendición que la institución eclesiástica daba a una piedad preestablecida. Primero, la piedad, el culto a los santos; luego, la ratificación eclesiástica, a menudo casi inmediata y, en otros casos, escandalosamente tardía. Pero, en todo caso, la canonización era una ratificación en una cristiandad que se alimentaba de héroes. Hoy nuestra situación religiosa ya no es la de la cristiandad, hoy ya no nos alimentamos de héroes, ya no rogamos a los santos ni los tenemos como modelos. Canonizar (es decir, ratificar como santos) hoy es simplemente un trámite costoso, del que se benefician sobre todo los miembros de congregaciones religiosas, que disponen de la estructura y las motivaciones para emprender y financiar este trámite. Un trámite, además, en el que intervienen elementos más que dudosos para nuestra sensibilidad, como el «milagro certificador». Y un trámite, además, que en el caso de los mártires de una Guerra Civil como la nuestra crea inevitablemente unos muertos de primera y unos muertos de segunda, aunque no sea eso lo que se pretenda.
7. En el libro se explica reiteradamente como muchos frailes, al saber que su convento había sido incendiado, lloraron amargamente. Otros lo soportaron más estoicamente, pero muchos quedaron tristes y lloraron. Es una reacción muy humana: todos amamos nuestras cosas, nuestros lugares, nuestros papeles, nuestros libros, nuestras imágenes, todo lo que nos ha costado mucho dinero y esfuerzos. Nos aferramos a las cosas, y lloramos cuando nos las arrebatan gratuita y arbitrariamente. Llorar, en este caso, es muy humano, y humaniza enormemente a los frailes mencionados. Es muy humano, pero me atrevería a decir que es muy poco cristiano y muy poco franciscano; en todo caso, nada místico. ¿Dónde está el desapego de las cosas, la pobreza, las manos vacías, el «tú lo diste, a ti, Señor, te lo devuelvo » (Ignacio de Loyola), el sentirse despojado, el «solo Dios basta» (Teresa de Ávila)? El llanto de los frailes al saber que habían incendiado el convento de Sarriá es la prueba más clara del fracaso de los votos de obediencia, pobreza y castidad. No estoy acusando a nadie; estoy convencido de que solo que perdiera en un incendio el disco duro de mi ordenador, lloraría amargamente. Si me quemaran mis libros, mis papeles, mis muebles, mi casa, lloraría amargamente. Y probablemente lloraría igualmente si esto sucediera después de una vida de pobreza y castidad, unos votos que persiguen precisamente liberar a la persona del apego a las cosas. Pero la condición "humana" de la humanidad, incluidos los frailes, que hace que se aferren a las cosas materiales a pesar de su voto de pobreza, no nos puede hacer minusvalorar el voto de pobreza, ni la virtud de la renuncia, ni el desapego del que hablan los místicos (Eckhart e Ignacio de Loyola entre ellos). Volveré sobre ello en el punto siguiente.
8. Hay un momento en el libro en que Eduard Rey habla de otros mártires que parece que no cumplen con los requisitos del derecho canónico para lograr el reconocimiento pleno de su santidad. Dice Rey: "Sobre ellos no se recogieron testimonios, ni se investigaron sus escritos, ni se hizo ninguna investigación histórica. Son los más pobres de todos: muertos en el anonimato, borrados de la historia de los hombres, ¿quién sabe si los más valiosos a los ojos de Dios?" (p. 197 ) Esto me hace pensar nuevamente en la injusticia de las canonizaciones: no solo crea, en un conflicto bélico, unos muertos de primera y unos muertos de segunda, e identifica a la Iglesia con las víctimas de un solo bando, sino que, además, no extiende el reconocimiento a todos los que tendrían "derecho" a ello por lo que podemos llamar «defectos de forma»: no se ha encontrado el cadáver, no hay certificado de muerte fiable. Me pregunto qué es más cristiano: ¿aferrarse al derecho canónico y dar el reconocimiento de santidad a los mártires que cumplen los requisitos —aunque ello implique dejar a muchos de ellos en el anonimato por defectos de forma no imputables a los mártires mismos sino a sus verdugos y a las circunstancias históricas—, o renunciar a la ostentación de la palma del martirio, renunciar a la aureola de los santos, y como Simone Weil —enterrada entre los excluidos porque no se hizo bautizar—, o como García Lorca —en la fosa común por la voluntad de la familia de no singularizar su cuerpo sino de darle el mismo destino que el de las anónimas víctimas de la represión franquista que no eran poetas reconocidos—, como ellos, pues, renunciar al puesto de honor, a la inscripción del nombre en el calendario? Desde mi punto de vista, la actitud más evangélica, más cristiana, más franciscana, coherente además con la sensibilidad religiosa actual y estratégicamente la más acertada en el contexto guerracivilista en que surgen estos muertos, es indudablemente defender que los honre la historia tanto como honra a las víctimas del otro bando para que civilmente, históricamente, no haya muertos de primera y muertos de segunda, y al mismo tiempo renunciar, como Iglesia, a beatificarlos y canonizarlos, también para que no haya muertos de primera y muertos de segunda a los ojos de la Iglesia, y también porque esta renuncia es la actitud más cristiana y franciscana. Cuando los frailes lloraban por el convento incendiado, y cuando nosotros nos esforzamos a certificar la santidad de aquellos frailes, unos y otros pecamos de lo mismo: de apego a las cosas, de apego a la materia, de apego a los reconocimientos humanos, de apego al derecho o a los derechos. Apego, en definitiva. Vanidad de vanidades. Es decir: falta de pobreza. Pablo VI frenó estos reconocimientos. Juan Pablo II los impulsó de nuevo. Quizás hay que hacer una reflexión definitiva que, desde el amor real a la pobreza y a una Iglesia que ya no reza a los santos como en tiempos antiguos, ponga fin a las vanidades del calendario sin hacer acepción de personas.
Esto dije el 16 de marzo del 2009 en una sala del convento de Pompeya de Barcelona, al presentar el libro de Eduard Rey. Luego lo resumí en un breve artículo en Foc Nou, publicado en abril del 2009:
No harás distinción de personas
Que hacer distinción de personas es un pecado lo sostiene explícitamente la epístola de Santiago, pero el tema lo tratan también Mateo, Marcos, Lucas, Pablo y Pedro, así como el Deuteronomio, los Proverbios y el Eclesiástico. Dios no hace acepción de personas, afirman todos unánimemente.
En relación con la Guerra Civil española, cuando la Iglesia beatifica a sus mártires, me pregunto si no está haciendo, en el fondo, acepción de personas, estableciendo unos muertos de primera (las víctimas por odium fidei de la retaguardia republicana) y unos muertos de segunda (el resto de víctimas). Lo sostuve en un acto público hace pocos días, sin que mis razonamientos tuvieran demasiada aceptación: un señor se levantó diciendo "No aguanto más" , y abandonó la sala, y un fraile replicó mi intervención proclamando: "nosotros hemos de preservar la memoria de los nuestros: cada uno debe honrar a sus muertos. Los otros también tienen derecho a preservar la memoria de los suyos."
Este argumento parte de la asimilación del catolicismo (etimológicamente, 'universalismo') a un partido, un grupo, un club de fútbol. Están los nuestros y están los otros. La escisión que denunciaba el mes pasado en esta misma página. Nos definimos entonces no como miembros de la humanidad, sino de una parte bien pequeñita de la humanidad, con sus normas —el derecho canónico—, sus estructuras y —¡ay!— sus mártires, cuya memoria tenemos que honrar porque tienen —tenemos— derecho a hacerlo. Y mientras nos entretenemos con nuestros problemas y nos enfrentamos a la Guerra Civil con criterios gremialistas que nos impiden ser factor de reconciliación, el mundo nos resulta cada vez más lejano y más ajeno: los nuestros, los otros, los de dentro, los de fuera. Y nosotros, evidentemente, a lo nuestro. Y así nos va . 
Yo pido a Dios que nos haga buenos católicos —y que no olvidemos nunca la etimología de las palabras.

En un blog "católico", un internauta comentó con desprecio este artículo mío. Me salto las amables descalificaciones que me dedicó (¿por qué los "católicos", por internet, descalifican tanto?) y voy directamente a la argumentación con la que pretendía rebatirme:
La beatificación de unas personas por vía de martirio no significa homenajear a los muertos de un lado y olvidar a los del otro. Porque ni todos los de un lado son beatificados ni todos los beatificados tienen por qué ser de un lado. Entendería que en un medio laico con personas poco o nada formadas religiosamente una beatificación se confundiera con un homenaje a los "muertos de un lado". Pero no me da la gana de admitirlo en Foc Nou. La Iglesia católica no homenajea a muertos cuando beatifica, sino que declara que determinados miembros de la Iglesia pueden ser tenidos como un ejemplo para los demás y recibir una cierta veneración; en el caso de los mártires precisamente por haber muerto dando testimonio de su fe y a causa de ésta; es una acepción de causas clarísima, no de personas, por eso digo que los conceptos hay que utilizarlos con rigor.

Sí, sí, exactamente lo mismo me dijeron algunos capuchinos después de escucharme estoicamente, aquel 16 de marzo de 2009: los mártires son beatificados porque murieron por odium fidei, no por causas políticas, y reconocer a los mártires no quiere decir apostar por uno de los dos bandos. Y lo mismo dicen hoy, en La Vanguardia, dos voces tan relevantes como Angelo Amato, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, y Josep M. Soler, abad de Montserrat.

Es una argumentación que me recuerda a la que me ofrecieron desde la Generalitat cuando, en una ocasión, recurrí una resolución de denegación de una subvención que había solicitado como editor. Yo creía que la decisión de la comisión evaluadora que me había denegado la solicitud era desacertada, y así lo argumentaba detalladamente en mi recurso. La Generalitat, al desestimar el recurso, lo que me decía era que la resolución recurrida era conforme a derecho. Reconocía el carácter discrecional de la decisión tomada por la comisión evaluadora, pero insistía en que aquella decisión, acertada o no, se ajustaba a las normas establecidas por la propia Generalitat.

Aquí nos encontramos con un razonamiento circular idéntico. El internauta hace cuatro años, el prefecto del dicasterio competente y el ilustre monje benedictino vienen a decir que la beatificación se ajusta al derecho canónico porque se reconoce el martirio por odium fidei. Evidentemente, solo faltaría que las beatificaciones no se ajustaran a la normativa eclesiástica. Pero yo me pregunto no por su legalidad y coherencia en el marco de una práctica innegablemente multisecular, sino por su oportunidad hoy. No todo lo que es legal y conforme a la tradición es igualmente legítimo, y menos aún oportuno y conveniente. Las beatificaciones de los mártires de la Guerra Civil son legales, pero creo que hoy no son ni oportunas ni convenientes. Para defenderlas hay que recurrir a la literatura jurídica, y a mí, qué quieren que les diga, me gusta mucho más leer las invectivas contra la vanidad del Eclesiastés o las llamadas al desapego de los místicos. Entre otros motivos, porque la literatura jurídica sobre los mártires resulta tranquilizadora para los católicos y deja indiferentes a los que no lo son (la Iglesia honra a sus víctimas, nada más), mientras que la literatura bíblica y mística resulta cuestionadora e interpeladora para todos. Cada uno elige las fuentes de donde abrevarse cuando tiene sed.

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